El fuego que nos une
Casimiro Curbelo
Vallehermoso ha vuelto a encender el alma de La Gomera. Y lo ha hecho como mejor sabe: con emoción, con fe y con una memoria que, lejos de desvanecerse, se renueva cada lustro. Porque estas no son unas fiestas más. Son un acto colectivo de reencuentro con lo que somos y de afirmación de lo que no estamos dispuestos a perder: nuestra identidad.
El pasado viernes, al calor del pregón, no solo dimos comienzo a las Fiestas Lustrales. Encendimos también algo mucho más profundo: una llama simbólica que nos une más allá del tiempo y la distancia. Esa llama que se encendió en 1697, cuando un matrimonio agradecido erigió la primera ermita a la Virgen del Carmen en El Ingenio, y que tomó forma comunitaria en 1955, cuando los vecinos de Vallehermoso decidieron fundir tradición y pueblo en un único latido: el de las Fiestas Lustrales.
La emoción que recorre cada rincón del municipio en estas fechas tiene un valor incalculable. Vuelve la Virgen del Carmen a descender entre chácaras y tambores. Vuelve el pueblo a llenarse de pasos, de abrazos, de reencuentros esperados. Vuelve la historia a hacerse presente en cada mirada emocionada, en cada gesto heredado de generación en generación.
Quienes nacieron aquí y un día partieron regresan ahora al calor de la fiesta. Vuelven los hijos y nietos de este pueblo, que llevan en la sangre el eco de las montañas y el rumor del barranco. Regresan desde otros puntos del Archipiélago, desde la Península, desde América, desde lugares lejanos que no han borrado en ellos el arraigo a esta tierra. Y ese retorno, aunque sea por unos días, tiene la fuerza de lo que es esencial: el reencuentro con lo propio.
Ver cómo los mayores expresan su devoción, cómo las nuevas generaciones descubren la Bajada, cómo los barrios se organizan y participan con entusiasmo, es una lección de pertenencia. Aquí no hay solo devoción religiosa. Hay también una espiritualidad laica: la que nace del compromiso con lo que somos y con lo que hemos sido.
Quiero también detenerme en una figura clave de esta edición: Arón Morales, el pregonero. Un pantanero de corazón, investigador y artista, que ha sabido devolvernos con palabras y trazos el alma de estas fiestas. Su cartel no es solo una imagen: es un poema visual que recoge la belleza de nuestro paisaje, las fechas que nos definen, la emoción que nos atraviesa.
Las Fiestas Lustrales son, al mismo tiempo, altar y plaza, historia y modernidad, herencia y promesa. Cada cinco años, Vallehermoso se convierte en el corazón de una isla que late al ritmo de chácaras y tambores. Y ese latido no es pasado: es presente y es futuro. Porque estas fiestas no solo preservan una tradición; también la proyectan hacia adelante, con la vitalidad de quienes siguen apostando por su pueblo.
Hoy más que nunca necesitamos espacios como este, donde la alegría colectiva se entrelaza con la memoria. Donde un pueblo se mira, se abraza y se reconoce.
Que las calles se llenen de alegría. Que suene la emoción. Que viva la tradición. Y que nunca se apague el fuego que, desde Vallehermoso, nos une a todos los gomeros y gomeras –los de aquí y los de allá– en una misma llama de esperanza y orgullo compartido.