La Babel de los pinganillos. Cuando hablar se convierte en espectáculo, y entenderse en un milagro diplomático

yo (4)

Por Luis Seco de Lucena. ASSPRESS

En la última reunión de presidentes autonómicos, la Torre de Babel se hizo carne… y pinganillo. Lejos de buscar el entendimiento, algunos prefirieron la ceremonia del disparate: traducirse entre lenguas obviando la que todos entienden, gastar lo innecesario y convertir la pluralidad lingüística en una comedia de enredos. España, una vez más, se supera en lo absurdo.

Babel en la Conferencia: Pinganillos, loros y otras extravagancias
Dicen que el idioma es para entenderse, pero en España, a veces parece que lo usamos justo para lo contrario. En la última reunión de presidentes autonómicos, el esperpento lingüístico alcanzó nuevas cotas de surrealismo. Allí estaban, en un salón solemne, mandatarios de la misma nación, hablando cada uno en su lengua autonómica, con pinganillos en las orejas como si asistieran a la cumbre del G-20. Más que una conferencia de presidentes, parecía el ensayo general de una ópera coral… en esperanto.

¿Que hay que defender las lenguas cooficiales? Por supuesto. ¿Que hay que convertir cada reunión institucional en un teatrillo de reivindicación nacionalista? Pues mire, igual no. Porque una cosa es la riqueza lingüística, y otra montar una feria de traductores simultáneos cuando todos entienden el castellano mejor que Cervantes. Que no estamos hablando del Inuit, sino de gallego, catalán, euskera y castellano. Y no parece que el problema sea el idioma, sino la voluntad de armar ruido con él.

El pinganillo, ese aparato que debería ser símbolo de comprensión, aquí se ha convertido en símbolo del absurdo. Y del derroche. Porque nos dicen —con su habitual condescendencia— que esto es «chocolate del loro». Pero, oigan, ¡hay tantos loros ya en el presupuesto que no hay perola que aguante tanto chocolate! Que si el del Senado, que si el del Congreso, que si el de las ruedas de prensa… A este paso, vamos a necesitar pinganillos también en el bar del Parlamento para pedir un café con leche en condiciones.

Todo esto recuerda a la Torre de Babel, pero sin castigo divino: aquí el castigo nos lo autoinfligimos encantados. Unos se tapan los oídos, otros se desgañitan, y al final nadie se escucha. Porque con falta de entendimiento —lingüístico, político o simplemente lógico— no se construye nada. Ni consensos, ni país, ni sentido común.

Convertir cada idioma en una trinchera es tan inútil como costoso. Se han olvidado de que la lengua, antes que identidad, es herramienta. Herramienta para comunicarse. Y mientras los pinganillos siguen pitando, los ciudadanos —esos que sí tienen problemas reales— miran el esperpento con una mezcla de bochorno y resignación.

Pero claro, todo esto, según algunos, es por respeto a la pluralidad. Muy bien. Pues pluralidad sí. Pero sentido del ridículo también, por favor.